RIESGOS TRENZADOS EN LA EUROZONA

Este año y el que viene la UE volverá a crecer menos que el conjunto de las economías avanzadas y el PIB de la eurozona no lo hará muy por encima del 1%. Lo dice la propia Comisión en su último informe de previsiones. Dado el elevado grado de apertura comercial del área monetaria, el principal condicionante, aunque no el único, de esas previsiones seguirá siendo la evolución del entorno internacional y en concreto las renovadas tensiones comerciales y tecnológicas entre EEUU y China.

A tenor de los últimos episodios en la guerra comercial, la previsión de esa ligera recuperación del crecimiento de la eurozona, desde el 1,2% de crecimiento del PIB previsto para este año al 1,5% en 2020, está ahora más cuestionada. No será fácil que la contribución negativa al crecimiento de las exportaciones netas cambie su signo el año que viene. Echaremos de menos aquel 2017 cuando el excedente de la balanza por cuenta corriente registró ese máximo histórico del 3.9% del PIB.

El conjunto de riesgos a la baja que había anticipado la Comisión están ahora más cercanos. El fracaso de las negociaciones entre EEUU y China, y las correspondientes elevaciones de aranceles a partir del comienzo de junio, deteriora más aun las posibilidades de recuperación del comercio internacional y el de las exportaciones de manufacturas de la eurozona. A ello se añade el todavía incierto desenlace del Brexit, de notable influencia en las principales economías, España incluida.

Si el comportamiento del área monetaria no es peor es por la compensación que hasta ahora ha ejercido la demanda interna, gracias en gran medida a una política monetaria muy favorable. Pero la inversión, elemento central en el asentamiento de las posibilidades de crecimiento y de generación de ganancias de productividad, seguirá acusando esas menores expectativas de ventas internacionales y el impacto de esa guerra comercial en la conformación de las cadenas de valor trasfronterizas en las que participan empresas de la eurozona.

La renovada escalada de tensiones entre EEUU y China tiene un primer efecto que ya han anticipado las cotizaciones de los mercados de renta variable, en ese deterioro de las expectativas de ingresos de las empresas más dependientes del comercio internacional, desde luego de aquellas con una más intensa relación con China, cuyas expectativas de crecimiento vuelven a sufrir. Pero la erosión de las posibilidades de crecimiento afecta al conjunto de las empresas. Y esa mayor debilidad se trenza en la eurozona con otros factores de riesgo. Entre ellos, los asociados a la fragilidad de algunos sistemas bancarios del continente y a esa amenaza de conformación de aquellos bucles diabólicos con la deuda pública que a duras penas soportaron las economías periféricas hasta el verano de 2012. La interconexión de esos riesgos puede, como reconoce la Comisión, magnificar su impacto y, desde luego, reducir la eficacia de las políticas macroeconómicas para estabilizar la economía.

En este punto referido a la virtualidad de las políticas económicas, la eurozona sigue adoleciendo de limitaciones en su capacidad de maniobra difíciles de entender. Mientras su crecimiento potencial sigue acusando los errores en la gestión de la crisis, no acaban de aprovecharse las ventajas que deparan unos mercados de deuda con tipos de interés históricamente reducidos, negativos en algunas referencias para varios países, que invitan a cubrir las no pocas deficiencias de toda clase de capital. Desde luego aquellas que fundamentan la generación de ganancias de productividad y de empleo, además de la satisfacción de compromisos como los asociados a la lucha contra el cambio climático, demandantes de inversiones estimadas por la propia Comisión en no menos de 180.000 millones de euros anuales, hasta 2030. Pero no menos importantes son aquellas otras inversiones destinadas a fundamentar la extensión de proyectos vinculados a la economía digital donde el retraso de Europa respecto a EEUU o China es inquietante.

El aprovechamiento por los gobiernos, pero especialmente por las propias instituciones europeas, de esas inmejorables condiciones financieras, no compite precisamente con la demanda de financiación del sector privado, cuyas decisiones de inversión se mantienen inhibidas por los comentados factores de riesgo. Todo lo contrario, el protagonismo de la inversión paneuropea contribuiría a reducir ese panorama sombrío que informa buena parte de los planes de crecimiento de las empresas.

Esa necesidad de inversión encuentra justificación no menos importante en el clima de distanciamiento de la dinámica de integración que domina los estados de ánimo de muchos ciudadanos de la eurozona, especialmente en aquellos países donde la convergencia real, el avance en los niveles de renta por habitante, han sido menos evidentes. No es precisamente el caso de España.

Los veinte años de pertenencia al área monetaria arrojan un balance favorable, a pesar de los daños diferenciales ocasionados por la crisis, de la mayor contracción del crecimiento económico y del empleo hasta 2014. A partir de ese año el desempeño de nuestra economía es significativamente mejor que el promedio, con ritmos de crecimiento superiores en cada uno de los últimos cuatro años, en gran medida por la contribución de la principal institución económica europea, el BCE, que, dado el elevado endeudamiento privado y público de nuestra economía, ha liberado recursos destinados a pagar intereses. Pero también gracias a factores propios como la mejora de la calidad de la función empresarial, de la asunción de la internacionalización de las empresas medianas españolas, que han aumentado su propensión exportadora de forma notable, al tiempo que han aprovechado esas condiciones financieras benignas para mejorar su estructura financiera.

De esa complicidad favorable al crecimiento y a la modernización económica que ha ejercido nuestra pertenencia a la eurozona ha dejado constancia, al menos hasta ahora, el mapa político. A diferencia de la mayoría de los países de la UE, en el nuestro no hay formación política con representación parlamentaria que haya mostrado un rechazo explícito a la unión monetaria. Y esa asunción de las reglas básicas de la unión monetaria ayuda a explicar la contención de los indicadores de riesgo, incluida la dichosa prima frente a los bonos públicos alemanes. El contraste favorable frente a los titulo italianos ilustraba suficientemente ese apoyo diferencial de nuestro país al proyecto europeo.

Pero la continuidad de ese cuadro favorable dependerá de que nuestros socios crezcan y de que en el área domine la estabilidad financiera y política. El margen de maniobra que nosotros tenemos para el endeudamiento público es mucho más reducido que el de algunas economías centrales, como Alemania, con un superávit público del 1,7% de su PIB el año pasado, o como Holanda y Austria. Pero no así en la realización de algunas reformas que apuntalen las buenas señales que han emergido de la recuperación. Y en todo caso, el recorrido es mayor para el apoyo a las instituciones comunitarias en aquellas iniciativas que permitan el fortalecimiento de esa dinámica de integración, hasta ahora inequívocamente rentable para nuestro país. Junto a ese incremento de la inversión comunitaria, completar la arquitectura institucional del proyecto, completando los pilares de la Unión Bancaria, desarrollando la Unión de los Mercados de capitales o dotando a la eurozona de un presupuesto suficiente, son exigencias igualmente compatibles con la aspiración a un crecimiento suficientemente inclusivo entre las regiones y los ciudadanos de la eurozona.

(Diario El País, 26/05/2019)

@ontiverosemilio

 

20 AÑOS DEL EURO

En enero de 2019 el euro cumple 20 años. Es un periodo suficiente para hacer balance o, al menos, destacar cuales habrían de ser las apoyaturas mínimas necesarias para sortear riesgos similares a los que ha enfrentado en su segunda década de existencia. Porque es un hecho que ha sido en los diez últimos años cuando la eurozona y el BCE, nacido seis meses antes que la moneda única, han enfrentado su mas severa crisis existencial. Todavía hoy no dispone del apoyo entre políticos y ciudadanos que presidió su nacimiento y los placidos diez primeros años de su andadura.

El principal indicador, aunque no el único, que debería servir de referencia para evaluar el desempeño de la unión monetaria es la generación de ganancias de bienestar, de aumentos en el PIB por habitante, para los países que sustituyeron su moneda por el euro. El análisis de su evolución y contraste con los que no adoptaron la moneda única es tributario, en primer lugar, de la particular severidad con que se manifestó la crisis financiera de 2008 en la eurozona. Pero también es la consecuencia de las políticas económicas adoptadas para neutralizar esa crisis: de la orientación errónea de las basadas en la austeridad presupuestaria a ultranza y de la demora en la aplicación de las correctas decisiones de política monetaria que finalmente adoptó el BCE. El hecho, es que una amplia mayoría de ciudadanos de la eurozona sufrió más perdidas de bienestar que los de EE. UU., donde se localizó el epicentro de la convulsión financiera.

Las secuelas que esa crisis ha dejado son importantes, especialmente en las economías periféricas. Desde luego un desempleo todavía elevado, una inhibición de la inversión pública y privada, un deterioro de la educación, una productividad erosionada y, en definitiva, un menor crecimiento potencial del conjunto del área. Las posibilidades para reducir la regresiva distribución de la renta que la crisis acentuó se verán limitadas por ese menor crecimiento. Y, con ello, el distanciamiento de los ciudadanos de ese empeño racional, pero hoy seriamente cuestionado, por mantener una moneda común entre economías que comparten intercambios y aspiraciones integradoras.

Con la información hoy disponible, las probabilidades de rápida restauración de esos daños no son precisamente muy favorables. Los datos mas recientes de la totalidad de las economías del área, incluidos los de expectativas empresariales, apuntan a una desaceleración algo mas intensa que la del conjunto de la UE y de las economías avanzadas en el próximo año. La retirada ya anunciada de los estímulos monetarios excepcionales que salvaron al área de males peores tampoco facilitará la consecución de ritmos de crecimiento suficientes que favorezcan la estabilidad social y la renovación de apoyos al proyecto integrador.

Pero la insuficiencia de resultados favorables también tiene que ver con las dificultades políticas para completar la estructura institucional de la unión monetaria. Ha sido la crisis la que ha permitido apuntalar solo parcialmente una arquitectura apenas insinuada cuando se introdujo el euro. El propio BCE se ha visto obligado a llevar a cabo actuaciones no previstas en su constitución que han llegado a cuestionar la impecable independencia con la que nació, su marcado distanciamiento de la política fiscal, como en aquellos ochenta dictaban los cánones del monetarismo en vigor, centrados en la estabilidad de precios como único objetivo. El BCE no solo tuvo que adoptar medidas de emergencia similares a las que llevaron a cabo mucho antes sus colegas la Reserva Federal estadounidense y el Banco de Inglaterra, sino que asumió un papel central en la Unión Bancaria, creada deprisa y corriendo en julio de 2012.

Con la urgencia con que las situaciones límites suelen marcar la agenda europea, en pleno bucle diabólico (recesión, crisis bancaria, crisis de la deuda pública) que afectaba a las economías periféricas, se definieron los cuatro pilares de la Unión Bancaria. Pero todavía sigue pendiente la disposición de un sistema común de garantía de depósitos. Ha sido solo hace unos días cuando el Consejo Europeo ha impulsado la creación de un soporte financiero para el fondo destinado a la resolución de crisis bancarias. También han quedado aplazadas las reformas del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) en la dirección de que vaya asumiendo las funciones propias de un tesoro europeo.

La aceptación de un presupuesto específico para la zona euro, lo que podría considerarse un primer paso en la necesaria integración fiscal, forma parte igualmente de ese gradualismo integrador ahora acordado, aunque con funciones menos amplias que las inicialmente previstas, especialmente en su función estabilizadora en situaciones recesivas. La resistencia a una mayor integración de los países agrupados en la denominada Nueva Liga Hanseática (Holanda, las economías nórdicas, las bálticas y la propia Alemania) es expresiva de la división existente en el seno del área monetaria y del escaso respaldo a la misma de los que están fuera.

La ralentización para completar esa arquitectura institucional afecta igualmente a la Unión de los Mercados de Capitales, hoy tanto más necesaria cuanto más cercano está el desenlace del divorcio con Reino Unido. Las intenciones del plan de acción que debería concretar ese proyecto destinado a diversificar las fuentes de financiación de las pequeñas y medianas empresas, a reducir el grado de bancarización de la unión, son tan razonables como incomprensibles las demoras en su materialización.

Otro de los indicadores que podría integrar ese balance de la moneda única es el escaso avance del euro como moneda vehicular y de reserva en la escena global. Su distancia respecto al dólar estadounidense apenas se ha reducido en estos años. Hará bien la Comisión en concretar rápidamente esos planes recientes destinados a dotar de una mayor proyección internacional al euro, tal como anunció solemnemente el presidente Juncker el pasado 12 de septiembre.

Ese balance, propio de una unión monetaria incompleta, generador también de desafección en algunos ciudadanos europeos, no invalida la necesidad de un proyecto tal. Sin necesidad de asumir a pie juntillas aquella presunción que hiciera en 1950 Jacques Rueff, “Europa se hará por la moneda o no se hará”, fortalecer la unión monetaria es una condición necesaria para hacerlo con el papel de Europa en un entorno global hoy mucho más adverso y más necesitado de integración regional que el existente a finales del siglo pasado.

La particularización de ese balance en nuestra economía tampoco deja lugar a dudas, en mi opinión. España ha sido uno de los países beneficiados por el proyecto. En estos veinte años se han registrado avances en el PIB por habitante y también en la convergencia real con las economías centrales del área monetaria. Que la crisis haya supuesto un serio tropiezo en esa senda de acercamiento a las economías más avanzadas no invalida la conveniencia para las empresas y familias españolas de la integración monetaria de Europa. Tampoco para las administraciones públicas, educadas a partir de la preparación del examen de acceso de mayo de 1998, para respetar las exigencias de convergencia nominal como precondiciones del necesario progreso y de su justa distribución entre los ciudadanos. Para que, como señalaba Draghi hace unos días, todos puedan participar de los beneficios de la moneda común. Su virtualidad precisa hoy de mas acción política que la que llevó a su lanzamiento hace veinte años.

@ontiverosemilio

(Publicado en el diario El País el 23/12/2018)

 

¿Cambio de régimen? El euro y el papel de Europa en el mundo

Probablemente estemos asistiendo a un cambio en el sistema monetario internacional no sólo en términos económicos sino también geoestratégicos

En el año recién nacido se conmemoran diversos aniversarios. En España, los 40 de la Constitución, en Europa (y en el resto del mundo), los 100 años del final de la Primera Guerra Mundial (IGM). Pero también 1918 marcó un cambio de época: el fin de diversos imperios (el austro-húngaro y el turco) y la aparición de una nueva potencia, Estados Unidos, que iría sustituyendo paulatinamente a Gran Bretaña.

De la misma forma que hace un siglo comenzaron importantes cambios geopolíticos que se consolidaron tras la Segunda Guerra Mundial (IIGM), probablemente nos encontremos ahora mismo en un momento parecido, aunque carecemos de la perspectiva necesaria para poderlo apreciar, como suele suceder en la mayoría de los procesos históricos.

Las monedas internacionales o divisas tienen como función principal la pecuniaria (unidad de cuenta, medio de pago y depósito de valor), pero algunas se usan más que otras a nivel internacional por motivos de seguridad, de liquidez o por la amplitud de los mercados financieros a los que se vinculan. Sin embargo, tendrían también una segunda función, como activo de reserva, y se mantendrían por motivos estratégicos, diplomáticos e incluso militares. En este caso la moneda sería un indicador del poder relativo de los países y otros países las mantendrían por motivos geoestratégicos. Desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta 1918 la libra desempeñó ese papel, coincidiendo con los años de mayor esplendor del Imperio Británico. Después de la IIGM el dólar (y Estados Unidos) sustituyó a la libra en el sistema monetario de Bretton Woods, manteniéndose como principal moneda de reserva internacional tras el final de dicho sistema en 1973 y hasta la actualidad.

En un trabajo reciente de Eichengreen, Mehl y Chitu, publicado en el NBER americano y resumido en el blog voxEU, estos autores analizan el papel que tendría el componente geopolítico en la elección de la moneda de reserva internacional. Su tesis es que los países con mayor dependencia militar de Estados Unidos han mantenido un mayor porcentaje de dólares que aquellos con arsenal nuclear propio. Puede verse en el gráfico 1 que tanto en Gran Bretaña (GB) como en Arabia Saudí (SA) el comercio con EEUU supone un 12% del total. Sin embargo, mientras GB tiene un 40% de sus reservas en dólares, todas las de Arabia Saudí (100%) están denominadas en la moneda americana. Rusia, Israel, China y la India son potencias nucleares que mantienen relativamente pocos dólares en sus reservas. Corea, Taiwan, Japón y Alemania se encontrarían en el extremo opuesto. Gracias a esta preferencia por los dólares, Estados Unidos se financia a mucho menor coste en los mercados internacionales y mantiene déficits mucho mayores que si su moneda no cumpliera este papel de reserva internacional. Eichengreen y sus coautores concluyen que, dada la actual política de Trump de mayor aislacionismo, en el futuro no sólo el dólar perdería una buena parte de su peso internacional, sino que sus costes de financiación aumentarían sustancialmente, al tiempo que no podría endeudarse tanto como ahora.

Gráfico 1: Porcentaje de reservas extranjeras en dólares en la era moderna (% de comercio con EEUU en el eje vertical y % de dólares como reservas en el horizontal)

Gráfico 1: Porcentaje de reservas extranjeras en dólares en la era moderna (% de comercio con EEUU en el eje vertical y % de dólares como reservas en el horizontal)

Nota: Los puntos oscuros se corresponden con países con arsenal nuclear propio y los rombos grises son aquellos países que dependen de EEUU en materia de seguridad exterior Fuente: Eichengreen et al. (2017)

Por otro lado y, a pesar de esta tendencia, en la actualidad hay tan sólo dos monedas, el dólar y el euro, que pueden considerarse verdaderas monedas de reserva internacional. En otro trabajo también publicado en el NBER americano en 2017, Ilzetzki, Reinhart y Rogoff  analizan cuáles han sido las principales monedas de referencia desde el final de la IIGM. En los dos mapas pueden apreciarse los cambios ocurridos desde entonces. Mientras en 1950 el dólar (rojo), la libra británica (verde), el rublo (naranja) y el franco francés (azul claro) tenían cada una importantes áreas de influencia, en la actualidad sólo el euro (azul oscuro) se mantiene como segunda moneda internacional, junto con el dólar. En términos totales, a fecha de hoy, los países que tienen el dólar como principal reserva suponen entre el 70 y el 75% de la renta mundial, mientras que en el caso del euro sería tan sólo de entre un 15 y 20%. No ha sido así durante todo el período: el dólar perdió peso en las décadas de los 80 y de los 90, bajando del 50% del total de reservas internacionales, mientras que el euro ha salido de la reciente crisis muy debilitado, pues llegó a suponer el 25% del total.

Mapas: Países donde una determinada moneda es la principal reserva internacional, 1950 y 2015

 

mapas

Fuente: Ilzetzki et al. (2017)

 

 

Por otro lado, desde el año 2000 y, en especial, tras las crisis financiera internacional, han aumentado sustancialmente las reservas internacionales mantenidas a nivel mundial, con un peso enorme de los países en desarrollo y emergentes. En la actualidad suponen el 120% del PIB de Estados Unidos.

Lo que no debemos perder de vista es que en estos primeros años del siglo XXI se han invertido las tornas: los países avanzados representan el 40% del PIB mundial, mientras que el 60% restante corresponde a los países en desarrollo y emergentes. Sin embargo, las principales monedas de reserva internacionales son emitidas por EEUU y la eurozona, áreas económicas cuyo peso está disminuyendo. Probablemente estamos asistiendo a un cambio en el sistema monetario internacional relacionado no sólo con el creciente peso en comercio y producción de las economías emergentes, sino también por el cambio de posición estratégica de Estados Unidos, más replegado hacia sus fronteras. Es difícil saber si el remimbisustituirá al dólar o si el euro recuperará o aumentará su papel como reserva internacional. Quizá cabría interpretar en este sentido el impulso dado recientemente a la política de defensa europea en una eurozona reforzada (en todos los sentidos del término).

 

 

La tormenta perfecta

La tormenta perfecta

Los días 9 y 10 de noviembre de 2017 se celebraron las XXXII Jornadas sobre Economía Española. En ellas se hizo balance de los retos actuales de la Unión Europea en varios aspectos: su crecimiento económico a largo plazo, la innovación tecnológica, la llegada de la cuarta revolución industrial, las políticas monetaria, fiscal y comercial, el sector financiero… Tuve el honor de participar en una de las mesas redondas. Aprendí muchísimo de las brillantes intervenciones de mis compañeros de mesa, Asunción Prats y Daniel Fuentes, y también preparando mi propia intervención, un inventario de los costes sociales de la crisis de deuda de la zona euro y su desigual distribución entre los países acreedores y los deudores. De ese inventario se hizo eco muy generosamente nuestro compañero Álvaro Anchuelo en una entrada previa en (bAg) (¡gracias, Álvaro!). Esta otra me ayuda a seguir compartiendo lo aprendido.

Sabemos que las crisis económicas no son neutrales en términos de distribución de la renta y que la Gran Recesión ha tenido un impacto especialmente regresivo: desempleo y moderación salarial, desigualdad de la renta y pobreza, donde destaca la infantil por sus consecuencias a largo plazo. Sus efectos han sido especialmente graves en los países endeudados pues no pudieron usar el timón del gasto social y los estabilizadores automáticos para corregir el rumbo de los acontecimientos. Se vieron en el centro de “la tormenta perfecta” de la desigualdad, zarandeados por el vendaval de la recesión bajo los rayos de los recortes. Y han salido “tocados” de ella. Les costará recuperar sus niveles de renta, bienestar y confianza.

En esta entrada quisiera incidir con más detalle que en mi presentación durante las jornadas en el papel de las políticas fiscales de la Austeridad en la desigualdad de la renta de los hogares en países del Sur de la Unión Europea, los llamados PIGS. Seriamente afectados por la Gran Recesión y rescatados, directa o indirectamente, en los tiempos más convulsos de la Crisis del Euro, recibieron con los MOU (memorandum of understanding) un libro de recetas macroeconómicas cuyos efectos ya se están conociendo. Se ha comprobado que los costes de la crisis de deuda en la zona euro están siendo soportados casi en exclusividad por los países deudores: durante la aplicación de los rescates, los acreedores les han sometido a extraordinarias medidas de ajuste interno y reformas, sin concesiones – quitas – a cambio, salvo en los casos de Grecia y Chipre (Frieden y Walter, 2017). La aceptación, por parte de los endeudados, de las exigencias de los acreedores, así como de sus consecuencias (recesión, desempleo y desigualdad) han derivado en fuertes conflictos sociales en el seno de los primeros pero también entre países los primeros y los segundos. Los endeudados, según explican Frieden y Walter, surgen al optar sus gobiernos con más firmeza por la austeridad que por reformas estructurales – financieras, laborales y de política de la competencia – que representaban una amenaza a los privilegios de grupos políticamente bien representados. En cuanto al conflicto entre países acreedores y deudores por la reforma de la gobernanza fiscal europea, ha quedado soterrado por la urgencia y gravedad de otros asuntos que reclaman una respuesta unitaria, como el Brexit y, añado yo, la crisis de los refugiados, si bien en este caso la respuesta, si se puede llamar así, ha quedado lejos de ser unitaria.

Recientemente, una serie de ejercicios de simulación fiscal nos han enseñado que buena parte de los incrementos de la desigualdad en los países mediterráneos durante la Gran Recesión responden, no al ciclo en sí, sino a la consolidación fiscal (Matsaganis & Leventi, 2014). Esto es especialmente cierto en Grecia, algo menos en España, y más suave en Italia y Portugal donde, en 2012, la política fiscal contribuyó a reducir la desigualdad.

Los primeros estudios sobre el impacto de los recortes en la desigualdad solían poner el acento en los recortes sociales, sobre todo en prestaciones sociales monetarias, los más fáciles de medir. Permiten advertir que la consolidación fiscal es en gran medida responsable de las restricciones a la liquidez en las familias durante la Gran Recesión, en especial porque los recortes en las prestaciones sociales afectaron a los hogares que ya tenían serias restricciones de este tipo, algo que no sucede en igual medida cuando el ajuste se realiza vía incrementos en la carga fiscal (directa e indirecta). Cuando se incorporan, junto a la reducción de los salarios del sector público, al análisis del impacto de la consolidación fiscal durante la crisis, se advierte en cambio cierta progresividad en la aplicación inicial de los recortes (Paulus et al, 2017).

Se ve así la conveniencia de diferenciar entre los efectos de la política fiscal a corto plazo, de primer y de segundo orden, y los de largo plazo (Perez y Matsaganis, 2017): los primeros recogen la progresividad de las medidas de recorte antes mencionadas; los segundos ya permiten contemplar el impacto multiplicador de los recortes en el consumo, la actividad económica y las rentas primarias derivadas de ésta, y son claramente regresivos. Los efectos a largo plazo responden a la reducción de la productividad y, por tanto, del crecimiento, resultantes de la menor inversión en educación, sanidad e infraestructuras. Aún es muy pronto para valorarlos, pero podemos imaginar el impacto regresivo que tendrá este tipo de recortes, pues amenazan la igualdad de oportunidades.

Aunque ha servido en algunos casos de catalizador para abordar reformas pendientes, la crisis económica ha supuesto un brusco cambio de rumbo en la construcción de un Estado de Bienestar en el sur de Europa. Como resultado, son cada vez mayores las diferencias en cobertura y protección en los sistemas de bienestar en los países del Centro y del Norte de la Unión Europea (Guillén et al., 2016). Además, la reacción de las autoridades comunitarias a la crisis lleva a los analistas a abandonar cualquier esperanza de una respuesta social coordinada a las crisis económicas del fututo, lo que a largo plazo significará menor convergencia en renta y calidad de vida de los hogares en los Estados Miembros. Parece que no hemos aprendido nada de esta tormenta.

 

Para saber más:

Frieden, J., & Walter, S. (2017). Understanding the Political Economy of the Eurozone Crisis. Annual Review of Political Science, 20. 371-390.

Guillén Rodríguez, A. M., González Begega, S., & Luque Balbona, D. (2016). Austeridad y ajustes sociales en el Sur de Europa. La fragmentación del modelo de bienestar mediterráneo. Revista Española de Sociología, 25 (2): 261-272.

Matsaganis, M., & Leventi, C. (2014). The distributional impact of austerity and the recession in Southern Europe. South European Society and Politics, 19(3), 393-412.

Paulus, A., Figari, F., & Sutherland, H. (2016). The design of fiscal consolidation measures in the European Union: distributional effects and implications for macro-economic recovery. Oxford Economic Papers, 69(3), 632-654.

Perez, S. A., & Matsaganis, M. (2017). The Political Economy of Austerity in Southern Europe. New Political Economy (doi: https://doi.org/10.1080/13563467.2017.1370445).

¿Hacia dónde va la UE? del «Eurexit» a «Con el viento a favor»

El 13 de septiembre pasado el Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Junckers, pronunció en Estrasburgo el Discurso del Estado de la Unión de 2017, como es tradición en estas fechas.

El estado de ánimo en la UE, según el Presidente, es muy diferente al de hace un año, cuando el resultado del referéndum del Brexit todavía no se había metabolizado por completo, ni por los líderes ni por los ciudadanos europeos, y la sensación era que se avecinaba un tsunami en forma de Eurexit  (salida de más países). Hoy ese peligro parece conjurado, la UE ha asumido que puede sobrevivir sin Reino Unido y se ha embarcado en la negociación de su salida con una contundencia  y firmeza que quizá no esperaban al otro lado del Canal. Por supuesto, a la UE le encantaría que Reino Unido volviera, pero también sabe que el país británico ha expresado sus preferencias, es el principal perdedor del Brexit, y la vida es muy larga.

El tono del discurso del Presidente fue optimista, y la frase estrella de Junckers, The wind is back in Europe’s sails. Navegamos con el viento a favor.

En su opinión, estamos en un momento adecuado para reformar la UE y convertirla en una organización más unida, fuerte y democrática.

Esta afirmación, en principio, no es excesivamente informativa, ya que el número de veces que la hemos escuchado de labios de mandatarios de la Unión es asintóticamente infinita. No obstante, y aunque no lo parezca a primera vista, en este caso se produce en un contexto algo especial: va en la línea del trabajo de Bruselas en los últimos meses y, en particular, de las cinco alternativas que dibujó Junker el 1 de marzo pasado (en un ambiente mucho más sombrío), cuando presentó el Libro Blanco sobre el futuro de Europa. Este documento  planteaba diversas estrategias para superar el impasse en el que estaba sumida de facto la UE y  orientar su marcha hasta 2025. Los cinco escenarios esbozados eran los siguientes:

  1. Reconvertir la UE a un mercado común
  1. Seguir como estamos
  2. Avanzar en la integración a varias velocidades
  3. Dar más poder a Bruselas en aquellas áreas donde aporta valor añadido y devolverlo en otras en las que las soluciones nacionales son más eficientes.
  4. Opción federalista: una UE muy integrada, con Unión Bancaria, Fiscal e incluso eurobonos.

El 25 de marzo, varias semanas más tarde, los líderes de los 27 países de la UE celebraron el 60 aniversario del Tratado de Roma y renovaron su intención de trabajar por reformar la UE y hacerla más fuerte, resistente y unida. Dicho sea de paso, también era un modo de curarse en salud frente a la petición formal de Reino Unido de abandonar la Unión, que se juzgaba inminente, y que en efecto se recibió en Bruselas el 29 de marzo.

El discurso de Juncker del pasado 13 de septiembre plantea una combinación de los escenarios mencionados más arriba –  de hecho, el mismo lo ha llamado “escenario 6”-  y se materializa en unas serie de propuestas, como crear el puesto de ministro de Economía y Finanzas para la UE, continuar la firma de acuerdos y  la ampliación de la UE y de la eurozona, unificar Presidente de la Comisión y del Consejo, aligerar la toma de decisiones de algunos organismos y establecer un mayor control sobre el mercado laboral.

Pasemos a examinar con detalle algunas de estas propuestas.

Juncker ha anunciado que, una vez que el CETA ha comenzado a funcionar, se abren una serie de negociaciones para llegar a acuerdos de libre comercio con Nueva Zelanda y Australia (no creo que esta idea guste mucho en Downing Street, por cierto), y se proyecta hacer algo similar con México y algunos países de América Latina (lo que sí será muy bien recibido al otro lado del Atlántico).

La ampliación de la UE se concreta en la inclusión en el espacio Schengen de Bulgaria y Rumanía, y en el futuro de Croacia. En este mandato no se espera el acceso de nuevos miembros a la UE, pero sí en el siguiente: en este sentido, se espera continuar la expansión hacia los Balcanes. No se contempla, en cambio, un tema más espinoso: la inclusión de Turquía.

En paralelo, se pretende que más países se integren en el euro.

A mi modo de ver, la integración de nuevos socios es positiva. Para la UE en general se amplía el tamaño del mercado, aunque sabemos bien que en cuestiones de comercio internacional, puede producirse el tan temido trade diversion, el aumento de la competencia con países que no eran rivales cuando estaban fuera de la UE pero sí pueden serlo cuando no tienen que pagar aranceles en frontera. Y esa competencia reducirá en alguna medida la cuantía de los productos que hoy exportan los 27. Por otra parte, hemos comprobado estos años cómo la inclusión en la UE beneficia poco a poco a los recién llegados en términos económicos, de estabilidad política y de consolidación de la rule of law. Praga y Varsovia hace 20 años son muy diferentes a la Praga y Varsovia de hoy. Y así pasa también  con Bucarest, Sofía… y otros miembros recientes.

En relación con el euro, no estoy tan segura de estar totalmente a favor de una ampliación. La historia de la política monetaria del BCE y de la moneda única ha sido muy turbulenta en los últimos tiempos. El BCE ha comprobado que, si ya es difícil designar una política monetaria adecuada para 12 o 14 miembros, lo es mucho más para 19. Por otra parte, no es lo mismo hacerlo en tiempos de expansión que  de turbulencias. A este respecto, somos muchos los que pensamos que los tipos del BCE han sido (y siguen siendo) demasiado bajos durante demasiado tiempo, con consecuencias deletéreas durante la crisis para muchos de los países del euro, sobre todo aquellos que padecieron en mayor medida la burbuja inmobiliaria. Por supuesto, hay que ser extremadamente riguroso con los criterios de adhesión de nuevos países, para evitar otro fiasco como el griego. Y el BCE debe afinar mucho en su forma de llevar a cabo la política económica para conseguir la cuadratura del círculo y que sus medidas sean efectivas de Helsinki a Ljubljana, de Dublín a Lisboa, lo que hasta el momento no se ha conseguido.

Sobre las reformas en las instituciones de la UE, tampoco tengo opinión de momento. Puede ser buena idea unificar el Presidente de la Comisión y el Consejo. Se conseguirá reducir la dispersión y los tiempos muertos, se obtendrá más coordinación y eficacia en el seguimiento de las prioridades, y se ahorrará en funcionarios, asesores y estructura.

Ahora bien, ¿hasta qué punto es necesario ampliar la nómina de Bruselas con un superministro de Economía y Finanzas? Si tenemos en cuenta que ya existe un Comisario con rango de Vicepresidente para el euro y el diálogo social, la estabilidad financiera, los servicios financieros y el mercado de capitales; otra Comisaria para Comercio; otro para Empleo, Crecimiento, Inversión y Competitividad; otro para Presupuestos y recursos humanos; otro para Asuntos Económicos y Financieros, fiscalidad y aduanas, y podríamos ampliar la lista… más bien lo que parece es que, más que un nuevo ministro, lo que se necesita es poner orden en la Comisión, reorganizar competencias, evitar duplicidades, y agrupar comisariados, que luego, a su vez, podrán tener hacia abajo la estructura orgánica que se crea necesario. Pero, visto así, el organigrama de la Comisión más bien parece una macedonia de Ministros, Secretarios de Estado y Directores Generales, todos ellos llamados Comisarios, que una estructura bien ponderada, ágil y efectiva. Pero claro, ningún país quiere perder su valioso sitio en la Comisión, con lo que nos encontramos ante un problema complejo. En todo caso, para mejorar una estructura no es necesario añadir a una inmensa variedad de puestos otro más, en mi modesta intención. Creo que en este punto, relacionado con la eficiencia y la reducción de burocracia y gasto en estructura, echaremos de menos a los británicos.

Como siempre, no sabemos si estas ideas se materializarán, ni con cuánta rapidez, ni con cuánta contundencia… Todo lo relacionado con la  UE no deja de ser en parte una caja negra. En todo caso, me quedo con el tono optimista y positivo de Junckers, mucho más alentador que el  gris y brumoso del año pasado.

LA POLITICA FISCAL A ESCENA

La Comisión Europea acaba de admitir formalmente la necesidad de una política fiscal más expansiva para la eurozona. Lo ha hecho en un documento, “Towards a positive fiscal stance for the Euro Area”                                                       (https://ec.europa.eu/info/sites/info/files/2017-european-semester-communication-fiscal-stance_en_1.pdf), en el que reconoce un crecimiento débil en cuya superación se interponen nuevos factores generadores de incertidumbre que amenazan la recuperación del área. Al horizonte de abandono de la UE por Reino Unido se añade el resultado de las elecciones presidenciales en EEUU, que en modo alguno favorecen el crecimiento económico y del empleo en la eurozona. Además, en ese cambio de actitud de la Comisión sobre la necesidad de estímulos fiscales, equivalentes al menos un 0,5% del PIB de promedio en la eurozona, han debido jugar un papel importante las próximas consultas electorales en algunos países de la eurozona y el presumible ascenso de fuerzas políticas nada favorables al fortalecimiento de la dinámica de integración europea, la unión monetaria incluida.

No es un diagnostico precisamente novedoso. Hace tiempo que el propio BCE y el FMI, advirtiendo de las elevadas probabilidades de estancamiento, han recomendado políticas fiscales expansivas que complementen la eficacia decreciente de la política monetaria. Han sido las tardías pero acertadas decisiones del banco central las únicas que han tratado de apuntalar una recuperación económica lastrada por la adopción de políticas fiscales inadecuadas que, además de pronunciar la recesión, contribuyeron a la elevación de la deuda pública mediante importantes descensos en la recaudación tributaria.

El contraste de resultados entre EEUU, donde se situó el epicentro de la crisis, y la eurozona, es manifiesto. Aquella economía crece a tasas cercanas al 3%, con una tasa de desempleo por debajo del 5% y salarios creciendo al 2,5%. En la eurozona el crecimiento es la mitad y el desempleo el doble, con registros escandalosos entre los jóvenes. En EEUU se reaccionó rápidamente ante las amenazas depresivas con estímulos fiscales considerables e inmediatos estímulos monetarios, mientras en el área monetaria europea se hizo lo contrario en materia fiscal y se reaccionó tarde en política monetaria. Los daños han sido significativos en términos de pérdida de capacidad de producción y de elevación del desempleo estructural. Junto a ello, la insuficiencia de la inversión empresarial en estos años no permite anticipar mayores ritmos de crecimiento económico a los observados hasta ahora.

Frente a una situación tal, la eficacia de la política monetaria ha sido limitada, incluso en su principal propósito de elevación de la inflación, todavía históricamente baja. Aun cuando se convenga en prorrogar la vigencia de los estímulos excepcionales mediante las compras de bonos, más allá de marzo próximo, seguirá siendo insuficiente para garantizar una recuperación económica sólida. Así lo reconoce ahora la Comisión, más de dos años después de que el propio presidente del BCE lo afirmara públicamente.

El crecimiento económico tampoco se ha visto favorecido por un entorno internacional que se ha ido deteriorando en los últimos años como consecuencia de la debilidad de las economías emergentes, el descenso del comercio internacional y, más recientemente, de la emergencia de riesgos esencialmente políticos que no han posibilitado una recuperación suficientemente intensa de la inversión empresarial. La atonía de esta coexiste con una abundancia de liquidez en gran medida expresiva de ese deterioro de las expectativas empresariales, de la ausencia de confianza, en definitiva.

Inhibición comprensible a tenor de las amenazas que se ciernen sobre el libre comercio, sobre los fundamentos en los que las empresas, no solo las más abiertas a exterior, habían basado su proyección. La incertidumbre sobre el impacto del Brexit- su ritmo y alcance sobre el intercambio de bienes, servicios y capitales- y la eventual concreción de parte de las anuncios que hizo el presidente electo de EEUU durante la campaña electoral –restricciones comerciales, desregulación financiera o posicionamiento geopolítico- no generan precisamente la tranquilidad en la que se asienta la inversión de las empresas.

Es en situaciones como esta cuando la política fiscal ha de entrar en escena, preferiblemente mediante inversión pública favorecedora del aumento de la demanda agregada y de la productividad de las empresas. Lamentablemente, en la eurozona no existe una autoridad central, un ministerio de finanzas, susceptible de llevar a cabo esas decisiones. Han de hacerlo aquellos gobiernos nacionales que disponen de mayor margen de maniobra en sus finanzas públicas – Alemania de forma destacada-, compensando las restricciones presupuestarias a las que se enfrentan aquellos otros inmersos en procedimientos por déficit excesivos. La racionalidad de una decisión tal encuentra amparo en unas condiciones de financiación excepcionalmente favorables. Los mercados de bonos públicos con vencimientos a largo plazo ofrecen unos tipos de interés que será difícil sean más atractivos: más susceptibles de ser superados por la rentabilidad esperada de la inversión, que es la condición necesaria para asegurar la viabilidad de esas decisiones. Es difícilmente comprensible postergar el fortalecimiento del capital físico y tecnológico de una economía y cuando los costes de su financiación son prácticamente nulos.

Al impacto favorable que tendrían esas inversiones sobre el crecimiento, el empleo, y la eficiencia empresarial, habría que añadir la contribución a reducir la importancia relativa de la deuda pública. No solo porque el denominador, el valor del PIB sería mayor, sino porque el aumento de las rentas también impulsaría la recaudación tributaria. Del aumento de la inversión pública se obtendría un retorno adicional hoy no menos relevante: la contribución al alejamiento del clima de descontento, cuando no de tensión social, que ampara en algunos países la emergencia de opciones políticas poco europeístas.

Si el impulso fiscal que sugiere la Comisión fuera más ambicioso de ese rango comprendido entre el 0,3% y el 0,8% del PIB, podría contribuir a que el BCE iniciara la gradual normalización de la política monetaria, disponiendo de mayor margen de maniobra frente a eventuales recaídas del crecimiento. El mantenimiento durante demasiado tiempo de tipos de interés excesivamente reducidos y las masivas compras de deuda pública y privada no favorecen precisamente el normal funcionamiento de los sistemas financieros, agudizando las dificultades de bancos y compañías de seguros, especialmente en el ramo de vida.

Sin menoscabo de ese mensaje moderadamente estimulador de la inversión, la Comisión aprovecha en su informe para recomendar un rápido acuerdo sobre el esquema de seguros de depósito europeo, propuesto en 2015, que permita avanzar en la disposición de un respaldo al Fondo Único de Resolución de crisis bancarias. Y hace bien, porque no cabe descartar, como una de las consecuencias de la debilidad de la eurozona, del elevado endeudamiento privado, y de la continuidad de la política monetaria actual, perturbaciones adicionales en algunos sistemas bancarios. Esa sería un ejemplo de las necesarias reformas que han de acompañar decisiones igualmente urgentes destinadas a estimular la demanda agregada. Y con ella, a reducir esos otros riesgos políticos que amenazan la propia identidad de la unión monetaria.

El escepticismo acerca de la posibilidad de que el gobierno alemán apoye la concreción de ambas decisiones, garantes de mayor crecimiento y menor vulnerabilidad bancaria, no debería ser razón suficiente para que otros gobiernos dieran la cayada por respuesta. Es el proyecto europeo el que está en juego, el que tiene que ser validado por un respaldo ciudadano hoy tan precario como justificado.

(Diario El País: 27/11/2016)

¿Está siendo efectiva la aplicación de tipos de interés negativos por parte del BCE?

El Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo del 5 de junio de 2014 aprobó, por primera vez en la Eurozona, la introducción de un tipo de interés oficial negativo del -0,10%. Este tipo de interés sería de aplicación a todo aquel dinero que las entidades de crédito depositaran en el Banco Central Europeo (BCE), a plazo de un día, mediante el instrumento denominado facilidad de depósito. Este tipo negativo también sería de aplicación a todos los excesos  de reservas mantenidos sobre la exigencia de reservas (o reservas obligatorias) en la cuenta de depósitos en el BCE por las entidades de crédito.

Esta medida tenía un doble objetivo, por un lado, desincentivar y penalizar a las entidades de crédito que hicieran uso de estos instrumentos pues, de una manera clara, suponía la “vuelta a casa de la liquidez” que el BCE estaba otorgando mediante sus diferentes programas no convencionales; y, por otro, tratar de alentar la oferta de crédito al sector privado por parte de las entidades de crédito. Sin embargo, esta penalización no ha sido suficiente y, desde entonces, el BCE ha ido reduciendo este tipo de interés de modo sucesivo: -0,20% en septiembre de 2014; -0,30% en diciembre de 2014; y, finalmente, -0,40% en marzo de 2016 y hasta la actualidad.

El objetivo de este post es el de analizar si ese tipo negativo ha servido para desalentar a las entidades de crédito en sus depósitos de liquidez en el BCE, proveniente de la política de expansión de balance.

En el gráfico siguiente podemos observar, para el periodo entre 1999 (enero) y 2016 (octubre), el conjunto de operaciones de inyección de liquidez (operaciones de activo) llevadas a cabo por el BCE mediante los diversos instrumentos de política monetaria: operaciones principales de financiación (OPF), operaciones de financiación a plazo más largo (OFPML), la facilidad marginal de crédito (FMC) y los diversos programas de compras de activos. Además también se recogen del pasivo del BCE: las facilidades de depósito (FD) y los excesos de reservas (ER).

graf1

Como se observa, las operaciones de inyección de liquidez comienzan a crecer de manera importante tras la irrupción de la crisis financiera en 2008 y alcanzan su primer máximo en mayo de 2012, tras la realización de las dos famosas operaciones de inyección masiva de liquidez, instrumentadas con OFPML a tres años. La implementación de este instrumento trajo consigo que, por primera vez, las facilidades de depósito y los excesos de reservas alcanzaran en esa fecha una cifra desorbitada (776.712 millones de euros, prácticamente la mitad de lo inyectado). La introducción posterior de un tipo de interés del 0% a estos dos instrumentos desalentó su uso como “caja de seguridad” del dinero que recibían las entidades de crédito de los instrumentos monetarios. Sin embargo, estos pasivos en el BCE nunca llegaron a desaparecer del todo manteniéndose en el entorno de los 120.000 millones y provocando, posteriormente, la introducción de tipos negativos para tratar de lograr su desaparición.

A diferencia de lo ocurrido en 2012, la sucesiva reducción de los tipos de interés, iniciada en 2014, no solo no ha conseguido detener este flujo de liquidez cautiva sino que ésta, como se puede observar en el gráfico siguiente, ha ido aumentando de manera continua y creciente hasta superar la cifra del billón de euros; cifra particularmente importante cuando la cantidad inyectada al sistema por el BCE es, actualmente, de 1.886.926 millones de euros.

graf2

En resumen:

  1. La política de tipos negativos está siendo inefectiva para reducir/eliminar la liquidez cautiva en el BCE.
  2. Esta situación es preocupante en un contexto de implementación de una importante política monetaria de expansión de balance basada, fundamentalmente, en compras de activos públicos, en la medida en que minimiza, en términos netos, la inyección de liquidez. Actualmente esa liquidez en el BCE representa el 56,07% de lo inyectado.
  3. Si el dinero vuelve al BCE es porque la abundancia de liquidez generada por la expansión monetaria no encuentra contrapartida en operaciones de crédito con el sector privado y este es el verdadero quid de la cuestión, por cuanto pone de manifiesto que el proceso de saneamiento de las entidades de crédito de la Eurozona todavía no ha finalizado.

 

Visita nuestra web para información sobre actividades

http://www.alde.es