“In-Work Benefits”: ¿Funcionarían en España?

La incorporación de nuevas propuestas de subsidios salariales en los primeros bosquejos de programas electorales abre un debate interesante sobre la mejor forma de dar cumplimiento al doble objetivo de potenciar la equidad y la eficiencia del sistema de prestaciones e impuestos. Ciudadanos acaba de proponer un Complemento Salarial Anual Garantizado para trabajadores con salarios bajos y empleos precarios.

En los últimos años, varios países de la OCDE han puesto en marcha políticas que tratar de combinar un aumento de los ingresos y una mayor participación laboral de los trabajadores con rentas más bajas. En términos generales, los in-work benefits (IWB) son prestaciones sociales que se conceden a individuos que trabajan y que reciben ingresos salariales que pueden considerarse bajos o insuficientes. El objetivo de estos instrumentos es intentar evitar la dependencia de los programas públicos, generar incentivos para la incorporación al mercado laboral y reducir el desempleo entre los trabajadores menos cualificados. Aunque de manera general los individuos con salarios bajos son el colectivo principal en el que se piensa al diseñar los IWB, las mujeres cobran especial importancia por ser su participación laboral más elástica, especialmente cuando tienen hijos dependientes. Algunos autores, de hecho, cuando han estudiado el diseño óptimo de estas políticas, resaltan la importancia de considerar la edad de los niños.

Los IWB se presentan en muchos casos como una deducción en la cuota del impuesto sobre la renta por su mayor facilidad para la gestión. Otras veces lo hacen como complementos de los salarios mensuales. Otra posibilidad es una combinación de las dos anteriores. Aunque existen varios trabajos al respecto, no está claro cuál debe ser su diseño óptimo. En una de las aportaciones más populares hasta el momento, Sáez (“Optimal income transfer programs: intensive versus extensive labour supply responses”. The Quarterly Journal of Economics 117, 1039-73, 2002) sugiere que, en los casos en que es deseable que los movimientos se produzcan en el margen intensivo, incrementando las horas de trabajo de aquellos individuos que ya están en el mercado laboral, el mejor esquema es el equivalente a un impuesto negativo sobre la renta con un mínimo garantizado y un tipo elevado. Por el contrario, cuando el interés se centra en el margen extensivo, para incorporar al mercado a trabajadores que están fuera, la opción óptima es un programa del tipo del Earned Income Tax Credit (EITC) estadounidense, cuyo diseño general puede verse en el siguiente gráfico:

GRAFICO 1: Diseño óptimo de un in-work benefit

Grafico EITC

La cuantía percibida como IWB depende del ingreso salarial bruto del individuo u hogar. En una primera fase (phase in en el gráfico) la unidad beneficiaria recibe un porcentaje de la deducción máxima, que en terminología inglesa se conoce con el nombre de phase-in rate, y que en el gráfico viene representado por a. En la fase plateau el beneficiario recibe la prestación completa, y en la fase phase out se le aplica un porcentaje de descuento, conocido como phase-out rate, y que en el gráfico se representa por b. La generosidad del IWB y el porcentaje de “phasing-out” (es decir, la velocidad a la que la prestación deja de percibirse a medida que aumentan los ingresos) deben establecerse en función del objetivo que tenga el gobierno. Si el objetivo principal es aumentar la oferta laboral, una prestación moderada con tasas de descuento relativamente bajas puede ser lo más apropiado. Sin embargo, esto implica que la prestación también la recibirán niveles relativamente altos de ingresos.

Estos esquemas no han estado exentos de críticas. Podrían crear desincentivos en el segmento con salarios justo por encima del umbral que da derecho al cobro del complemento y podrían ser aprovechados por los empleadores para rebajar los costes salariales. Podrían ser poco eficaces, además, si su diseño no está suficientemente focalizado hacia determinadas categorías de la población, más sensibles a los cambios en los salarios y con mayores problemas para alcanzar niveles suficientes de renta.

Son varios los trabajos empíricos que han evaluado las respuestas de los individuos ante cambios en el sistema de prestaciones e impuestos y parece existir cierto consenso en que el Earned Income Tax Credit (EITC) genera incentivos para la incorporación al mercado laboral mientras que los efectos obtenidos en el margen intensivo no resultan tan evidentes. Otros trabajos para el Reino Unido también predicen elasticidades bajas para aquellos que ya están trabajando. Este tipo de evaluaciones, sin embargo, suelen ser parciales al obviar cómo se complementan los IWB con otras políticas, como las de inserción sociolaboral, los salarios mínimos, las prestaciones familiares y muchas otras. Además de afectar a la eficiencia y la equidad, los IWB también pueden tener otros efectos no intencionados. Se han encontrado efectos sobre la composición familiar y la natalidad, sobre la salud física y mental de las madres perceptoras, o, incluso, sobre la autoestima, infelicidad o las relaciones familiares de los hijos adolescentes de las familias perceptoras, aunque en general la evidencia no es concluyente.

¿Cuáles podrían ser los efectos de un IWB para España? Aunque en el Reino Unido y en EE.UU., sobre todo, parecen haber funcionado bien, la experiencia no tiene por qué ser fácilmente trasladable a otros países, con características distintas de su mercado de trabajo y con una distinta presencia y composición de los trabajadores con baja renta.En nuestro país no se han desarrollado IWB equivalentes a los de los países comentados. Como en la mayoría de países mediterráneos, las principales políticas de empleo no se han destinado a individuos que ya tienen una ocupación. Por otro lado, para el apoyo a las familias con hijos el mecanismo tradicional han sido las reducciones de la base imponible del IRPF.

Quizás lo más parecido a una política con estas características es la deducción por maternidad de 100 euros que lleva vigente desde el año 2003, aunque sin un propósito redistributivo. Las mujeres con hijos pequeños tienen derecho a recibir 1.200 euros anuales si hacen la declaración de IRPF o 100 euros al mes, si se solicita como una prestación libre de impuestos. En ambos casos es obligatorio estar trabajando y cotizando a la Seguridad Social y la cuantía percibida en caso de cotizar menos de 100 euros mensuales o 1.200 anuales se restringe a lo cotizado. Los análisis que se han hecho de la deducción por maternidad no son abundantes pero, en general, parecen mostrar un limitado efecto redistributivo y su cuantía no parece incentivar una mayor participación laboral. Sí parece, sin embargo, que ayuda a limitar el impacto negativo de la estructura del IRPF, que a través de la declaración conjunta concede un tratamiento favorable a las familias donde uno de los cónyuges no trabaja.

Una alternativa sugerente podría ser reemplazar esta deducción por un IWB y dedicar los recursos actuales al nuevo esquema. Mila Paniagua, del Instituto de Estudios Fiscales, y yo mismo hemos evaluado el posible impacto de esta propuesta a través de un modelo de microsimulación que incorpora cambios en la oferta de trabajo. En nuestros supuestos, por cada hijo menor de tres años se percibiría una cantidad que variaría en función del salario de la mujer. Si su salario fuera inferior a 300 euros, recibiría un porcentaje de esa cantidad. Si su salario estuviera comprendido entre los 300 y los 700 euros, la cantidad percibida sería constante e igual a 320 euros. Entre 700 y 1.000 euros se aplicaría una tasa de descuento y, finalmente, a partir de 1.000 euros dejaría de percibirse la prestación. Los resultados muestran que esta reforma, que no tendría costes presupuestarios, podría mejorar las transiciones desde la inactividad a la participación laboral, reduciendo la pobreza moderada y, sobre todo, la más severa.

Parece, en cualquier caso, que la posible eficacia de un instrumento de esta naturaleza para reducir la desigualdad y la pobreza dependerá, en buena medida, de un diseño adecuado para afectar a los colectivos con menor cualificación y salarios y de cómo se complemente con otras reformas del sistema de prestaciones e impuestos, siendo necesarias medidas adicionales para dar respuesta al problema de los hogares sin ingresos y al de unas prestaciones familiares muy por debajo de la media europea.

La paradoja de los precios en EE.UU.: los bienes y servicios básicos se encarecen y los superfluos se abaratan, 2005-2014

La manera tradicional de medir el poder adquisitivo del ciudadano es a través de la variación del Índice de Precios al Consumo (IPC). El IPC es un índice (ponderado) en el que se valoran los precios de un conjunto de bienes y servicios (determinado sobre la base de la encuesta continua de presupuestos familiares o Encuesta de gastos de los hogares), que una cantidad de consumidores representativos adquiere de manera regular, y la variación con respecto del precio de cada uno en una muestra anterior. Mide los cambios en el nivel de precios de una cesta de bienes y servicios de consumo adquiridos por los hogares. Se trata de un porcentaje que puede ser positivo, en cuyo caso índica un incremento de los precios o negativo, que refleja una caída de los mismos.

Desde hace ya algunos años se ha abierto un debate entre los economistas sobre la cuestión de si el IPC refleja o no adecuadamente el poder adquisitivo del ciudadano. El ejemplo más exagerado de que no mide el coste real de la vida es el caso de EE.UU., tal y como muestran las cifras del siguiente gráfico publicado recientemente por el diario New York Times (hacer clic sobre el mismo para verlo más grande).

En el gráfico se muestra la variación en % de los precios de los principales bienes y servicios del IPC de EE.UU. entre 2005 y 2014. En estos años, los precios de estos bienes y servicios en su conjunto aumentaron un 23%, pero de una manera dual. Por una parte, el conjunto de bienes y servicios que se pueden considerar básicos o esenciales para el bienestar del ciudadano se han encarecido considerablemente (gastos en educación, guarderías, gasto en salud, reparación y mantenimiento de los coches, alimentación). Por otra parte, otro conjunto de bienes y servicios que son relativamente superfluos – en el sentido de que no satisfacen necesidades vitales como en el grupo anterior – se han abaratado considerablemente (teléfonos móviles, televisores, juguetes, coches, ropa, material informático y electrónico, productos de cuidado personal). [1]

En definitiva, una persona representativa de la clase media-baja norteamericana de 40-50 años posee un coche (aunque no lo puede reparar), un televisor, un ordenador, un móvil y una tablet, viste con ropa de baja calidad, puede tener una casa en propiedad o vivir de alquiler (aunque no puede realizar mejoras o pagar reparaciones) ….

… pero tiene diabetes (u otra enfermedad crónica o aguda) y no tiene un seguro de enfermedad ni puede pagar los medicamentos, se enfrenta a una subida constante de los gastos de alimentación, tiene que trabajar a tiempo parcial (porque no puede pagar la guardería de sus hijos) y, en la mayoría de los casos, ya no puede llevar a sus hijos a la universidad (a no ser que se endeude de por vida).

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[1] Destaca el crecimiento de los gastos de educación que han aumentado entre 2005 y 2014 más del 40%.

Los beneficiarios del Programa de Cupones para Alimentos en EE.UU. siguen aumentando desde el inicio de la crisis financiera internacional

En los EE.UU. existe un programa gestionado por el Departamento de Agricultura Federal y los Estados conocido por las siglas SNAP (Supplemental Nutrition Assistance Program o Programa de Asistencia de Nutrición Complementaria), nueva denominación desde octubre de 2008 del antiguo Programa de Cupones para Alimentos (Food Stamp Program). El Programa SNAP comenzó en los EE.UU. en la década de los 30, como ayuda para que la población más pobre pudiera comprar alimentos y con el objetivo de «crear una sociedad más productiva». En 1971 se convirtió en un programa federal aunque en la actualidad cada Estado tiene reglas específicas.

En el contexto actual de altos niveles de desempleo (y de caída de ingresos familiares) a los que se enfrenta la economía de EE.UU., el Programa SNAP constituye la primera línea de defensa contra el hambre. Permite que las familias de bajos recursos adquieran alimentos con tarjetas de Transferencia Electrónica de Beneficios (EBT, Electronic Benefits Card). Para poder recibir la tarjeta que da derecho a comprar alimentos en establecimientos previamente especificados por el Programa SNAP, el ciudadano tiene que reunir ciertos requisitos. Con más detalle, dependiendo de su estatus migratorio y del tiempo que ha permanecido en territorio estadounidense, un individuo (y sus hijos) puede ser elegible para obtener los cupones que le permiten recibir alimentos gratis en los supermercados. Puede lograrlos incluso si posee algún otro beneficio como seguro social o pensión y si tiene empleo, un automóvil o si es dueño de la casa donde vive. 

Los requerimientos para la beneficiario del SNAP son diferentes en algunos Estados pero generalmente tienen en cuenta el número de personas en el hogar, los ingresos, las deudas, el total de la renta y otros gastos. La cantidad máxima asignada mensualmente a una persona individual es en la actualidad de 200 dólares y va subiendo su cuantía en función de las personas asignadas a su cargo.

Los datos históricos de todos los Estados se pueden ver con detalle en la web del Departamento Federal de Agricultura y los últimos datos disponibles fueron publicados recientemente por el Wall Street Journal.

La crisis económica ha disparado el número de beneficiarios y el coste global del Programa, alcanzado cifras récord desde que se convirtió en un programa federal en 1971. A finales de junio de 2013, uno de cada seis estadounidenses (un 15% del total de la población) hacían uso del Programa de Cupones de Alimentos, es decir,  47,6 millones de personas (un 47% del total eran niños y un 26% más adicional eran adultos que vivían con niños) o 23 millones de hogares, y ello representaba un 80 % más de beneficiarios que en 2006. Además, el coste del Programa había alcanzado a finales de 2012 un total de 78.435 millones de dólares, con un aumento del 138% desde 2006. Por último, el beneficio medio mensual por persona y por hogar alcanza en la actualidad la cifra de 133 y 275 dólares, respectivamente.

 Encabezan la lista negra, con un número superior de beneficiarios igual o superior al 20% de su población,  los Estados de Mississipi (22%), Oregon (21%), Tennessee (21%), Kentucky (20%) y New Mexico (20%).  Finalmente, destacar también que incluso los Estados relativamente más ricos han visto crecer espectacularmente el número de ciudadanos dependientes del Programa SNAP durante los últimos años: Florida (18% del total de su población),  New York (16%), Texas (15%), Massachusetts (13%), Maryland (13%), California (11%) y New Jersey (10%), entre otros. La capital de EE.UU., Washington DC, encabeza el ranking, con el 23% de la población que depende de cupones de alimentos para «sobrevivir».

Otro dato interesante es el porcentaje de la población por razas que utiliza los cupones de alimentos. Por ejemplo, en Washington DC, de los hogares norteamericanos de raza negra o afro-americanos, el 90,6% utiliza los cupones de alimentos. Entre los hispanos o latinos, el porcentaje se sitúa en el 5,8%, entre los blancos el 5,2%, y entre los asiáticos tan sólo el 0,7%.

El aumento de las prestaciones y el impulso de carácter temporal al Programa SNAP que supuso la «Ley de Reinversión y Recuperación de Estados Unidos de 2009» (en inglés: ‘‘American Recovery and Reinvestment Act of 2009», abreviada ARRA, Pub.L. 111-5, popularmente conocida como the Stimulus o The Recovery Act) ha llegado a su fin el 1 de noviembre de 2013, por lo que se prevé un recorte en las prestaciones para todos los hogares que se benefician del Programa.

Puede parecer increíble desde Europa, pero los cupones de alimentos se han convertido en la red de seguridad social por excelencia de los EE.UU. En España el papel de los cupones de alimentos lo ejerce la familia.

La medición relativa de la pobreza

Hace unas semanas, el Instituto Nacional de Estadística publicó los datos definitivos de la Encuesta de Condiciones de Vida de 2011 y el avance de resultados para 2012. Los indicadores básicos de pobreza y desigualdad que habitualmente se construyen con la información de esta encuesta han sido objeto de atención por diversos medios de comunicación. De su evolución se deduce que la crisis ha ampliado la brecha entre los hogares ricos y pobres y que los niveles actuales de ambos fenómenos son los más altos de las últimas décadas.

Un dato controvertido, sin embargo, es el avance publicado por el INE de que en 2012 la pobreza habría disminuido levemente respecto al año anterior. Un resultado sorprendente, dado que todos los indicadores de contexto –crecimiento del desempleo, recortes en servicios básicos para el bienestar social o agotamiento del derecho al cobro de los principales subsidios– invitan a pensar, en todo caso, en un posible aumento del riesgo de pobreza. No hay fundamentos que justifiquen este cambio, lo que obliga a centrar la atención en la forma habitual de cálculo de estos indicadores.

En la mayoría de los países de la OCDE, la pobreza se mide de forma relativa. Es decir, más que partir de un umbral absoluto, ligado a un mínimo de subsistencia, o al gasto necesario para satisfacer necesidades básicas, la pobreza se mide en función del nivel medio de vida de cada sociedad. El procedimiento más habitual es tomar como umbral un porcentaje de la mediana (mejor que la media, para evitar el efecto de las rentas extremas y los valores anómalos) de la distribución de la renta. La Comisión Europea, por ejemplo, adoptó hace años como estándar un umbral equivalente al sesenta por ciento de la mediana de la renta.

Interpretar los efectos de los cambios de ciclo con umbrales relativos de pobreza es una tarea complicada. Piénsese que si crecieran las rentas de todos los hogares en la misma proporción la tasa de pobreza, medida de esta forma, no cambiaría. Estos umbrales, por definición, crecen en las etapas expansivas y se reducen en las recesivas. Ello dificulta, salvo que se den cambios importantes en la distribución de la renta, la reducción de la pobreza en los períodos de bonanza, mientras que suaviza su aumento en las crisis.

En el caso de la economía española, la caída de las rentas de los hogares ha hecho que el umbral descienda desde los casi 8.000 euros para una persona sola en 2009 a algo más de 7.300 en 2012, en términos nominales, lo que ya de por sí indica un empobrecimiento medio de la sociedad. Un efecto natural es que los individuos u hogares con rentas más o menos estables justo por debajo del umbral, “saltan” por encima de éste cuando caen las rentas del resto de la población. Es el caso, sobre todo, de las personas mayores de 65 años, para las que el INE ha adelantado una tasa de pobreza del 17% en 2012, muy alejada del 31% de 2006.

Una vía alternativa a la consideración de umbrales absolutos o relativos sería “anclar” un umbral relativo en un año dado y actualizarlo teniendo en cuenta únicamente los cambios en el coste de la vida. Si partiéramos, por ejemplo, del umbral anclado en 2005 actualizado por el IPC, el crecimiento de la pobreza en la crisis resulta mucho más abultado que con los umbrales habituales. Tras un mínimo del 13,8% en 2009, ese indicador ascendió al 17,6% en 2010 y al 21% en 2011.

Parece necesario, por tanto, complementar el procedimiento tradicional con otro tipo de medidas si se quiere un retrato más ajustado de la pobreza en un contexto de condiciones macroeconómicas tan cambiantes. En esta línea, uno de los principales avances ha sido la consideración de enfoques multidimensionales, en los que a través de medidas sintéticas se resumen los cambios en las condiciones de vida y el equipamiento de los hogares. Los indicadores de privación múltiple muestran un deterioro mayor de las condiciones de vida de los hogares españoles en la crisis que los de pobreza monetaria, al aumentar la privación material severa más de un 30% desde 2007. La propia Comisión Europea ha pasado a utilizar un índice más amplio de la población en riesgo de pobreza y exclusión social, conocido como AROPE por sus siglas en inglés (at-risk-of poverty and exclusion). Este indicador fue creado en el marco de la Estrategia Europa 2020 y combina la incidencia de la pobreza relativa con el porcentaje de hogares que carecen de ciertos bienes o padecen diferentes problemas sociales, y con la intensidad del empleo en el hogar, a partir de la relación entre las horas efectivamente trabajadas y las potenciales.

Otro posible procedimiento, que revela, en este caso, una forma de pobreza muy severa, casi absoluta, es la estimación del porcentaje de hogares sin ingresos. El aumento de las necesidades sociales puede estimarse a partir de las cifras de hogares sin ingresos del trabajo ni de prestaciones de desempleo o de la Seguridad Social que ofrece la Encuesta de Población Activa. Tal indicador se utiliza de forma cada vez más habitual como aproximación a situaciones de pobreza muy severa. Su evolución revela un recrudecimiento sin precedentes de las situaciones de carencia de ingresos. Desde unos valores en vísperas de la crisis cercanos al 1,7% del total se ha pasado (EPA, tercer trimestre de 2012) a la cota máxima de los últimos veinticinco años (3,6%). En términos del número de hogares afectados, el saldo de la crisis es demoledor: se ha pasado de algo más de 300.000 hogares a 600.000. La duplicación del número de hogares en esta situación de gran necesidad es, sin duda, uno de los indicadores más duros de los efectos de la ralentización de la actividad económica y la destrucción de empleo.

Conviene, por tanto, ampliar las perspectivas en el uso de indicadores que ayuden a describir y caracterizar fenómenos tan complejos. Especialmente, en un contexto en el que la vulnerabilidad creciente de varias categorías de la población obliga a utilizar con precisión los indicadores disponibles e inferir de ellos posibles actuaciones que intenten evitar un deterioro mayor de nuestros niveles de bienestar social.

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